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Autobiografía

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Nací el 10 de noviembre de 2001 en la costa vibrante de Puerto Cabello, Venezuela. Desde muy pequeño, la vida me enseñó el significado crudo de la autonomía y la resiliencia. No fue una lección suave, sino una necesidad que se presentó antes de lo que cualquier niño debería afrontar. Aprendí a cuidarme solo, a ser mi propio refugio, y aunque esa independencia forzada me hizo fuerte en apariencia, también sembró una semilla de dureza, desconfianza, y un profundo vacío en mi corazón.

Cuando tenía unos nueve años, un proceso que marcó a mi familia comenzó a desarrollarse en casa. Mi hermano, tres años mayor, empezó a mostrar síntomas extraños que culminaron en un diagnóstico devastador: Ataxia Cerebelosa de Friedreich. La crueldad de la enfermedad, descrita como la “enfermedad del borracho”, consumió la atención familiar. El rastreo genético reveló la cruda verdad: mi hermano y yo éramos los únicos portadores.

A partir de ese momento, mi familia se volcó en la lucha de mi hermano: operaciones, terapias, medicamentos. Yo, cuya condición se manifestaba con mayor lentitud, quedé en un doloroso segundo plano. Me sumí en una lucha silenciosa: “Necesito ayuda, pero no puedo pedirla.” Mi corazón se fue endureciendo, alimentando una autosuficiencia orgullosa y dañina que me hacía creer que solo lo que yo hacía por mí mismo tenía valor.

La soledad se hizo mi consejera y mi vacío creció como un abismo. En mi desesperación por sentirme completo, por llenar ese hueco que la independencia forzada había dejado, comencé una serie de relaciones. Buscaba el amor en lugares equivocados, con personas que solo eran parches temporales para mi alma herida. Saltaba de una relación a otra, persiguiendo la ilusión de que otra persona, su atención, o su afecto, finalmente me harían sentir suficiente, aceptado y amado. Lo que realmente buscaba era a Dios, pero intentaba encontrarlo en el rostro de una pareja. Cada ruptura era un nuevo martillazo en la dureza de mi corazón, confirmando mi creencia de que yo no era digno de amor verdadero y duradero.

El deseo de ser aceptado por los demás era tan fuerte como mi vacío. Para encajar, para que la gente me viera como alguien de valor, intenté ser una persona que no era. Cuando tenía unos catorce años, por la situación país mi mamá tuvo que tomar la decisión de irse al extranjero, para así ayudarnos económicamente. Me rodeé de malas amistades. Mi papá es un buen padre y siempre lo ha sido, Pero aprendí que todo niño necesita a su mamá. Creé una fachada de autosuficiencia, de dureza e incluso de poder, buscando desesperadamente el aplauso y la aceptación de un círculo que no me ofrecía nada más que destrucción. Por este mismo motivo, ser “maduro” o “suficiente” desde muy temprana edad, mi familia me permitía cosas que no se le permiten a un niño, no porque fueran malos, sino que como yo era un niño que demostraba “suficiencia” ellos me dejaban hacer cosas de gente grande.

En esa misma búsqueda de validación y de una identidad que me hiciera ser “alguien”, me aventuré en negocios que salieron terriblemente mal. Con tan solo quince años, me encontraba perdido en el abismo de las drogas y el alcohol, invirtiendo en esquemas de ganancia rápida impulsados por mi ego herido y la necesidad de probarle al mundo (y a mí mismo) que podía ser exitoso y poderoso.

Al mi mamá irse y mi papá trabajar mucho, aprendí que “ser maduro” no era solamente que tu familia te dejara hacer cosas que no estaban bien. De hecho aprendí lo contrario, que es dejar de hacer tus cosas por el beneficio de otros. Así que a partir de mis 14 años, con la ayuda económica de mi mamá, y la ayuda de mi papá (que trabajaba mucho) tomé a mi hermano mayor, y me convertí en su hermano mayor (al menos lo intento) ayudándolo en todo lo que me es posible.

Recordemos que mi condición “Ataxia Cerebelosa de Frederish” es una enfermedad neurológica, y a parte de todo lo que he explicado, también es una enfermedad degenerativa, esto quiere decir que cada día que pasa, esta enfermedad se va acentuando más y más. Entonces partamos de un punto en que durante todos los procesos de mi vida, hay que sumarle el hecho de que cada día estaba peor (físicamente). Y esto fue una de las cosas más dolorosas, fue como probar un chocolate, enamorarte de él, y que te digan que ya no puedes probarlo más nunca. Así era mi condición, un día podía correr, un día podía jugar fútbol, un día podía salir y sentirme “suficiente”, y un tiempo después tuve que depender casi completamente de un tercero.

Creo que esto fue lo que me llevó a ser tan impulsivo, y muchas veces tomar decisiones sin medir consecuencias, mi lógica era: debo aprovechar porque va a llegar un día en que ya no voy a poder hacerlo.

Hubo un día en que, por invitación, asistí a un culto cristiano. El predicador, Joshue Tarifa, hablaba del poder que reside en la alabanza. Algo se movió en mí, me entregué, me bauticé en el nombre de Jesucristo para el perdón de mis pecados, iniciando un camino de fe que, no obstante, sería un proceso de lucha constante.

Aun estando en la iglesia, ejerciendo liderazgos, los viejos vicios me asediaban. Caí en un pecado que por años no pude perdonarme, pues la dureza de mi corazón persistía. Cansado de buscar un Don que creía no merecer, dejé de pedirlo. Más tarde, una relación fallida en la iglesia endureció mi corazón como nunca antes, llevándome a decisiones catastróficas. Volví a buscar en las personas lo que solo podía llenar Dios, y el resultado fue la decepción y el abandono. Mi vida en Valencia, prácticamente solo, estaba al límite. Un pequeño accidente doméstico, que me costó cuatro puntos en la frente y mucha sangre, se convirtió en una alarma divina. Dios me guardó, y este suceso me obligó a volver a Puerto Cabello, estando yo prácticamente apartado de la fe.

Fue allí donde conocí al Pastor Beto Salazar y a su esposa. Dios los usó con una paciencia inquebrantable para comenzar a formarme de nuevo. Yo era una persona malcriada, caprichosa, mentirosa y llena de malas mañas. El vacío que antes intentaba llenar con amores temporales, aceptación falsa y dinero, Dios comenzó a llenarlo con Su amor incondicional. Con amor y constancia, mis pastores, como instrumentos de Dios, han conseguido moldear un nuevo carácter en mí. La persona que soy hoy es, sin duda, gracias a Dios y a la guía incansable de mis líderes, a través de quienes Él comenzó a sanar el corazón roto y endurecido. La autosuficiencia orgullosa fue reemplazada por la dependencia divina; la búsqueda desesperada de aceptación se disolvió ante la verdad de mi identidad en Jesús.

Finalmente, el vacío se llenó con lo único que podía llenarlo: la presencia de Dios.

Mi historia, humanamente, se dirigía hacia un final trágico y desagradable. Pero todo cambió radicalmente, cuando tuve un verdadero encuentro con Dios.

Han sido procesos difíciles, llenos de pruebas. Pero hoy, mi experiencia se ha convertido en mi testimonio. He aprendido, por vivencia propia, que mi Dios no solo existe, sino que SANA, DA NUEVAS OPORTUNIDADES, SALVA, PERDONA, RESCATA y, sobre todo, CAMBIA LAS HISTORIAS.

La Ataxia de Friedreich no solo marcó mi genética, sino que, paradójicamente, desató la cadena de eventos que me llevó a la desesperación y, finalmente, al rescate. Miro hacia atrás y veo que cada caída, cada vicio, cada amor buscado para llenar mi vacío, cada negocio fallido, y cada intento de ser alguien que no era, fueron detenidos por una mano más fuerte que la mía.

Luego de estar en Puerto Cabello por segunda vez, y comenzar a aprender que era más capaz de lo que me imaginaba, por cuestiones familiares tuve que volver a Valencia, y nuevamente, como en una nueva escuela, tuve que aprender cosas de nuevo, y por mis errores y la inseguridades que seguían dentro de mí, ahuyente a las personas que estaban a mi alrededor, se formó una capa de, “todo el que se acerque a mí corre el riesgo de salir lastimado”. No era porque yo fuera malo, o quisiera el mal para alguien, solamente era que en mi corazón había un mecanismo de defensa dañino (que pensaba que ya había superado), que actuaba lastimando a otros sin pensarlo.

Así que tuve que irme a otro lugar y comenzar de nuevo. Pero esta vez es diferente, estoy rodeado de personas a las que puedo ayudar, y me siento bien haciéndolo. Inicié de nuevo, pero siento que esta vez, mi historia será mejor.

Mi hermano, en su silla de ruedas, y ahora también yo, me recuerda la fragilidad humana, pero mi propia vida me grita la solidez del propósito divino. La gran verdad de mi autobiografía no es lo que hice mal, sino lo que Dios hizo bien.

Hoy puedo decir con certeza inquebrantable: Mi historia no es perfecta, pero Dios la transformó. Él no solo detuvo el final desagradable que me esperaba, sino que lo reescribió por completo. Él cambió mi historia.

Hoy 15 de Noviembre de 2025, soy joven con 24 años de edad confinado a una silla de ruedas, hay tantas limitaciones en mi vida, pero estoy seguro de que si una persona toma la decisión de salir adelante, puede lograr cosas extraordinarias si se lo propone.

Actualmente escribí un libro, estoy en proceso de publicación, porque: •Quiero ser de ayuda para todas esas personas que puedan leerlo, decir que: si yo he podido, ellos también pueden.

  • Espero poder ayudar económicamente a mi familia, no convertirme en una carga para mí futura familia, sino poder sustentar el hogar con todo lo necesario.
  • Quiero demostrarme a mí mismo, a todas esas personas que en algún momento me miraron con desprecio, que con Dios todo es posible.

También estoy cursando una carrera TSU en enfermería, quiero aprender más sobre cómo cuidarme y cuidar a mi hermano, quizás desde un ámbito más profesional. Sé que no es una meta fácil, pero nada que valga la pena puede ser fácil.

Soy un joven cristiano, y estoy dispuesto a ayudar, apoyar y vaciarme sobre alguien que necesite de mi apoyo, a convertirme en un faro en medio de su oscuridad.

Creo que a pesar de todo, he aprendido ese principio que dice que las limitaciones son solo mentales, porque al final, Dios puede renovar nuestro entendimiento y cambiar nuestro futuro para siempre, y si otros han podido, yo también puedo.